Tuesday, June 8, 2010

NICÉFORO DECÍA EN SUS “ANTIRRÉTICAS II”


NOTAS SOBRE LA CLASE.
NICÉFORO DECÍA EN SUS “ANTIRRÉTICAS II”

“¿Quién pues, por poco sentido común que tenga, no pensará que una cosa es la inscripción y otra diferente la circunscripción?” La circunscripción se entiende como la mimética, que implica el trazado de los contornos y la representación según un modelo natural. La inscripción, es apuntar la mirada en un cuerpo que, aunque aparezca en un espacio especifico, está ajeno a su posible totalidad en ese espacio. Está vacío de él.

El debate inicia a partir de la relación poder/mirada. El icono no encierra la materia dentro, la apunta y lanza al infinito. No aprisiona ni limita el Rostro. El Verbo no puede ser detenido puesto que es movimiento puro. La inscripción reivindica la palabra, el verbo. Crea un trazo o graphé que anuncia. En el trazo está el acto de fe, la posibilidad de no nombrar lo que es innombrable.

Cristo no está cercado en la imagen, es decir, no está circunscrito, pues la imagen no es un ser, sino un relativo. La carne de la imagen, encarnación de la ausencia, es tan sobrenatural como lo fue la carne de Cristo después de la resurrección. La mimesis icónica instaura, pues, un parecido que no es una identidad esencial, un parecido formal que indica una dirección de mirada y no un lugar de reconocimiento.

La imagen de Cristo esta vaciada de su presencia pero llena de su ausencia.

No puede existir algo más fiel a la encarnación que la kénosé, es decir, el vaciamiento. Encarnarse es vaciarse. Cuando el verbo se hizo carne, la divinidad no se llenó de materia, ni la materia de divinidad. El icono como memoria de encarnación, es una memoria del vaciamiento, que plantea que plantea el problema de la infinitud del trazo. La kénosé es la legitimización de la humildad, la pobreza y la desnudez del Mesías. En una palabra, kenosis, en el gasto del supremo ecónomo, es el sacrificio del Padre que exilia a su hijo fuera de la gloria durante su vida terrestre. No porque deje de participar en la gloria del Padre, sino porque ha renunciado a volverla visible.
La kenosis fue sin duda el momento que marcó la elección suprema al mismo tiempo que el absoluto, la muerte en la cruz, acompañada del grito “¿Por qué me has abandonado?”. De este modo, el desgarro que encarna el signo que le designa por sus contornos, deberá ser más negro sangrante y terrible, es la idea de la definición total en el espacio de un tiempo otro.
Una de las más poderosa pruebas de trasgresión de la naturaleza humana.
El trazo produce una partición del espacio, como la venida del Cristo ha producido la partición del tiempo entre la antigua y la nueva alianza. Ahora los cristianos tienen derecho al rostro, signo de la nueva Ley. Cristo no debe ser representado en la cruz, la sola idea de la cruz desnuda es la imagen de la miseria humana. El sacrificio es la enunciación del no límite histórico sino de la posibilidad de horadar en él.
La transfiguración del cuerpo que ha resucitado es el rostro, la mirada es la presencia pura.
La imagen del rostro de Cristo bordea al Cristo, del mismo modo que su gracia ausente bordea la mirada del contemplador que metamorfosea esta ausencia en presencia porque tiene fe.
El Cristo sobre el icono no es agradable porque no es una figura que decora. No está visible pero sí ve, el icono instaura una relación entre dos miradas. El icono es completamente exterior. Todos los rasgos del Cristo no existen como tal con las rasgaduras, en la materia de lo sagrado.
El color se coloca por estratos sucesivos, desde el más oscuro hasta el más transparente. El gesto del iconografísta es la memoria de la redención progresiva de la carne que sólo ofrece a la mirada una superficie apta para la travesía del espíritu. El rostro de Cristo en el icono bordea su esencia, reitera la encarnación sin llegar a presentarlos nunca. El lugar del icono es el infinito.
La idolatría es relegada, puesto que la mirada no encuentra nada sobre lo que “pacer” sobre este objeto vacío.

La economía preside todas las formas de encarnación posible, es decir todas las nidaciones productivas de sentido a partir de una forma vacía. La economía ocupa un lugar en una tópica uterina. Es el cuerpo de la madre. María es la residencia del infinito. La Iglesia también tiene entrañas. La Virgen es el cuerpo de la Iglesia. La Iglesia contiene a Dios sin encerrarlo.

El rostro humano de Cristo es el fruto del vientre de la Virgen, tiene la forma de Cristo y permanece vacío en el sentido de que el lugar de kenosis.

El icono es la imagen del poder temporal y espiritual contenido por el vaso comunicante que es la Iglesia.
El icono es sólo un hilo muy frágil, sutil, en el que se metaforizan lo vacío y lo lleno.

El iconoclasta queda sin respuesta ante la imagen contundente del Cristo.

La metáfora es la posibilidad eterna, el deseo; el iconoclasta no sabe de la metáfora, no conoce el espacio simbólico, no atisba en el vacío.
La forma va en contra del vacío, siente horror de éste.

En el arte, la idea de que la forma llene es un horror al vacío a la no intervención, a la sensación de no control. El arte controla los espacios, los llena, inunda de presencia formal el espacio abierto, el vacío. Crea su propio tiempo y ata al espacio a este tiempo. Es una lucha en contra de lo posible, del deseo. En al obra de arte total el deseo deja de ser autónomo, deseo puro y deviene objeto de deseo.

La forma Iglesia, en el sentido en que reconocido en ella la forma del rostro de Cristo en el icono, se ha convertido para todo poder en la clave de la perennidad.

FUNDAMENTOS DEL CRISTIANISMO:
El misterio de la Santísima Trinidad es el misterio central de la fe y de la vida cristiana. Sólo Dios puede dárnoslo a conocer revelándose como Padre, Hijo y Espíritu Santo.
La Encarnación del Hijo de Dios revela que Dios es el Padre eterno, y que el Hijo es consubstancial al Padre, es decir, que es en él y con él el mismo y único Dios.
La misión del Espíritu Santo, enviado por el Padre en nombre del Hijo (cf. Jn 14,26) y por el Hijo "de junto al Padre" (Jn 15,26), revela que él es con ellos el mismo Dios único. "Con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria".
"El Espíritu Santo procede del Padre en cuanto fuente primera y, por el don eterno de este al Hijo, del Padre y del Hijo en comunión" (S. Agustín, Trin. 15,26,47).
Por la gracia del bautismo "en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo" somos llamados a participar en la vida de la Bienaventurada Trinidad, aquí abajo en la oscuridad de la fe y, después de la muerte, en la luz eterna (cf. Pablo VI, SPF 9).
"La fe católica es esta: que veneremos un Dios en la Trinidad y la Trinidad en la unidad, no confundiendo las personas, ni separando las substancias; una es la persona del Padre, otra la del Hijo, otra la del Espíritu Santo; pero del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo una es la divinidad, igual la gloria, coeterna la majestad" (Symbolum "Quicumque").
Las personas divinas, inseparables en su ser, son también inseparables en su obrar. Pero en la única operación divina cada una manifiesta lo que le es propio en la Trinidad, sobre todo en las misiones divinas de la Encarnación del Hijo y del don del Espíritu Santo.

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