Wednesday, April 7, 2010

La Belleza Pagana, Roma


La Belleza Pagana, Roma

Después del 431 a.C. Atenas fue asolada por la peste y tuvo que vivir la humillación total con la derrota en contra de Esparta en la Guerra del Peloponeso.
Desaparece el idealismo, el siglo V había sido apolineo, la belleza había conquistado su nivel más alto, el orden clásico.
Este ordenamiento había conquistado un estado del alma en la escultura tal y como lo anhelaba la filosofía clásica: Bien, Verdad y Belleza, los atributos de lo material, la materia como la posibilidad de la concretud trascendente.
La utilización de la forma bella llevó al cánon, y la utilización del cánon, terminó por desgastar su propia esencia.
El espíritu de artista, triunfo del estilo, había rebasado al alma creadora y había contenido su flujo. Estático, frío, inalcanzable. Los artistas trabajan para perfeccionar el estilo, se crean escuelas, en ellas los artistas plantean fórmulas de conocimiento. La forma atrapa al contenido.

El siglo V es un tributo a la belleza formal, al equilibrio en las formas, al deleite en los sentidos, pero esa armonía conquistada termina por dejarnos ajenos al proceso del artista; ahí está éste como en una escena de magia, entregándonos lo más bello de la forma humana, el cuerpo en su perfección, en la idea de la perfección. Dejándonos perplejos como espectadores que sin remedio debemos reverenciar el logro artístico.

¿Cuánto tiempo podría durar ese afán por la belleza aparente sin que nada la corrompiera? ¿Hasta dónde se pueden ocultar las emociones, el padecimeinto, la pasión desbordada?
Los límites que la belleza formal se exige, pueden volverse una cárcel para la imaginación. En tiempos difíciles como los que se vivían después de la Guerra y la peste, el arte sigue manteniendo la belleza aparente como un estigma, como la illusion que ya nadie quiere ver.

El artista que respeta un cánon, tiende a reprimir la fuerza dionisiaca; la expresión sirve a los intereses creados por un esquema dominante que tarde o temprano se agota.

La peste y la Guerra recuerdan a Grecia el horror de la muerte que recorre las calles en busca de víctimas que terminarán con una civilización apolinea.

La tragedia revive con una fuerza insospechada, ya no se habla de las cavilaciones de Edipo y su encuentro consigo mismo. Ahora, la tragedia plantea la eternal lucha entre Apolo y Dioniso, el reino de la fuerza ctónica en contra de la belleza impuesta.

La Medea de Eurípides es el ejemplo más claro que podemos encontrar:
Medea era sacerdotisa de Hécate, que algunos consideran su madre y de la que se supone que aprendió los principios de la hechicería junto con su tía, la maga Circe. Así, Medea es el arquetipo de bruja o hechicera, con ciertos rasgos de chamanismo.
Cuando Jasón y los argonautas llegaron a la Cólquida y reclamaron el vellocino de oro, el rey Eetes les prometió que se lo entregaría sólo si eran capaces de realizar ciertas tareas. Medea, traspasado su corazón por los dardos certeros de amor de Eros visita la tienda de Jasón y le proporciona pociones, ungüentos mágicos e instrucciones precisas para lograr su objetivo.
Con el bellocino de oro en sus manos, la expedición partió con la compañía de Medea, enamorada perdidamente de Jasón, y que había rogado poder ir con ellos a cambio de sus servicios. Jasón no solo había accedido sino que prometió hacerla su esposa, jurándole que le sería siempre fiel.
En Corinto Jasón abandonó a Medea, a la que el Rey pretendía expulsar, para unirse a su hija la princesa Glauca. Medea entonces, arrastrada por los celos, envió a Glauca como regalo de bodas un manto de irresistible belleza. Cuando Glauca lo recibió de manos de la sirvienta de Medea se lo puso de inmediato, liberando la magia contenida que la convirtió en una tea llameante. Las llamas consumieron totalmente a Glauca y a su padre, Creonte, que se abalanzó con intención de salvarla. A continuación, y para hacer el máximo daño a Jasón, Medea mató a los dos hijos que habían tenido en común.
Los habitantes de Corinto, bien en venganza por la muerte de Creonte o bien decepcionados por el comportamiento de Medea, la apedrearon en el templo de Hera y la obligaron a abandonar la ciudad en el carro de serpientes aladas que le había regalado su abuelo Helios.

Medea de Eurípidea es la revelación de la caída de Grecia.

Es el canto de la mujer que recupera la identidad telúrica, descendiente de la hechicera Circe, es capaz de asesinar, retomando el poder de la sacerdotiza, la mujer domina por última vez al mundo, lo ahorca sabiendo que en esto va su propia muerte.

Este es el fin de Grecia, el último signo de recuperación de La Madre Tierra como centro y fuerza del mundo. Apolo y Dioniso se enfrentan de Nuevo, Apolo es la mirada victoriosa de Occidente, Dioniso es visceral y espasmódico, come y siente.
Dioniso carga la materia de movimiento y de energía: los objetos están vivos y las personas son bestiales. Apolo paraliza a los vivos, convirtiéndolos en objetos de arte o de contemplación.
La objetivación apolínea es fascista, pero sublime; amplía el poder humano en contra de la naturaleza. La mirada occidental de Apolo, al hacernos visibles, nos da identidad. Su brazo extendido reaparece en los rituales renacentistas y en el ballet. Es la presencia del hombre que con su fuerza física contenida cede el paso a la mujer.

Eurípides hace que choquen los planos de la realidad. En medio del mundo de resplandecientes apariencias apolíneas surge una fuente ctónica que, originándose en las profundidades del caos primigenio, viene a disolver la forma. Lo inteligible se pierde momentáneamente en lo irracional, representando el flujo de lava ardiente de un cuerpo que se quema.

El alma era para el griego la forma del cuerpo. Con Medea se pierde ese cuerpo y el alma reinicia su flujo eterno cuando parte en en el carro de Helios.

El Korus griego se había erguido como un faraón con los puños cerrados y un pie ligeramente adelantado. Pero los griegos querían que su obra respirara, que tuviera movimiento. Lo que había permanecido inalterable durante miles de años en Egipto, se llena de vida en tan sólo un siglo. La mirada de Apolo libera, inscribe una línea en el horizonte que jamás se podrá borrar. Su paso decidido, la manera de encarnar un cuerpo, deja atrás a los dioses y nos lleva a pensar en lo humano, la belleza física en su desnudez, con una exposión absolutamente externa.
Ese ser de la belleza, la mesura y la perfección, es vulnerable, entre más bello y perfecto, más expuesto está a ser tocado, destruído.
Mientras más aspira a la perfección la vida de los atenenienses, más factible de venirse abajo puede ser.

En la obra el Laocoonte, vemos como este último reducto de la belleza clásica es arrastrado a la tragedia y al horror.
Mientras Laocoonte muere con sus hijos estrangulado por las serpientes, vemos como se rompe el entorno apolíneo del cuerpo. La fuerza emotiva del pasaje reside en el contraste brutal entre la afectada vanidad del sacerdote que ha retado a la diosa y la súbita disolución de sus rasgos que los paraliza en un grito mudo, desesperado. Apocalipsis.
El Laooconte es el final, es la determinación de que un mundo ideal no existe. Queda ahí, fijo en el trágico momento, recuerda a cada uno de nosotros la pérdida.
La era helenística fue larga y descentralizada, fue muy parecida a los tiempos que hoy vivimos: Intensa, ansiosa y sensacionalista. El arte helenístico rebosa sexo y violencia.

El arte helénico se extiende en el Mediterráneo como arte helenístico. De él surgirá el arte bizantino de Grecia, Turquía, Italia, con sus austeros iconos de la Virgen, Cristo y los Santos.

Pero antes, Roma retoma el ideal clásico griego con un afán de coleccionista; los romanos, concientes de que su inicio implicó una pérdida y terminará en un desenlace fatal, sustentan la belleza en un mundo ido, en el vacío lleno de imagines, en un pasado que jamás se podrá recuperar. Por eso el estoicismo romano, por eso los augurios, por eso el mal agüero. Rómulo y Remo, los dos hermanos que se juegan el poder, un augurio: Rómulo matará a su hermano y sera el primer gobernante de Roma, el ultimo se llamará Rómulo (476 d.C. muere Rómulo Agústulo y se extingue con él el Imperio romano) Roma es el inicio de una historia de la cual se conoce el trágico final.
Virgilio crea la Eneida a partir de un fragmento tomado de la Guerra de Troya. La Eneida es una epopeya romana escrita en el Siglo I a. C. por encargo del emperador Augusto, con el fin de glorificar, atribuyendo un origen mítico, al Imperio que con él se iniciaba. Con este fin, Virgilio elabora una reescritura, más que una continuación, de los poemas homéricos, tomando como punto de partida la guerra de Troya y su destrucción, y colocando la fundación de Roma como un acontecimiento ocurrido a la manera de los legendarios mitos griegos.
Se suele decir que Virgilio, en su lecho de muerte, encargó quemar la Eneida, ya fuera porque deseaba desvincularse de la propaganda política de Augusto, o bien porque no consideraba que la obra hubiera alcanzado la perfección que el poeta quería.

La imagen de Roma se extiende al mundo por sus logros guerreros, legislativos y arquitectónicos. La cultura griega ha llegado a nosotros a través de Roma. La cultura romana es altamente ritual, solemne y formal en la religion en el derecho y en la política. Los romanos a escepción de Adriano que era un helenófilo, no eran estetas.
La belleza es un don aprendido de Grecia, una búsqueda de atesorar la imagen del efebo suspendido en el tiempo, este ser de gracia no come, no bebe, no pasan los años por él, es todo físico sin físico. El efebo es un intento inútil de alejar de la imaginación la muerte y la decadencia.

El efebo, sexualmente completo en sí mismo, está recluído en el silencio, tras un muro. No es una introspección real sino un melancólica promoción de la muerte. Antinoo se ahogó. Su rostro es un pálido reflejo de la perfección en la que nada ha sido escrito. Una persona real no podría permanecer en ese estado sin deteriorarse o momificarse. El efebo es cruel en su lejanía, en su serena contención. La belleza entraña peligro.

Baco no es el equivalente de Dioniso. Baco es simplemente un dios del vino ruidoso y desenfadado, un borracho que hace reir.

La verdadera orgía griega significaba una pérdida mística de la identidad. Pero en las orgias de la Roma imperial, la persona no desaparecía. El romano decadente mantenía la observadora mirada apolínea alerta durante la fiesta báquica. El romano juega con una forma no la habita, el erotismo es su forma, no la transfiguración en el acto erótico. El menadismo desaparece de Roma y en su lugar entra el éxtasis imperial, la avaricia, ambición, ira, traición, muerte.

En Roma, la figura masculina se encarna en el gladiador, la femenina en la mujer que recorre las calles en busca de placer, la Mesalina que compite contra todas las prostitutas.
Los hombres y mujeres de Roma vivían una representación, se subían al escenario y jugaban roles de buenos y malos, incursionaban en el teatro no a modo de catársis, señalaban el problema moral pero no lo desentrañaban. Usaban el arte del teatro como un medio de escape, de justificación. En el teatro, como representación, es más fácil escapar de los problemas morales ya que se plantean a distancia. La gran diferencia con la tragedia griega es que se adentraba en lo inexorable, lo expurgaba a través de la transfiguración.

Durante siglos, los actores vivieron creando una illusion, son caprichosos y juegan con el ser. Expertos artesanos de humor y del gesto, pasan rozando la convención.
Los actores y los artistas son los primeros que registran los cambios sociales.
La decadencia de Roma fue la última escaramuza entre los elementos apolíneo y dionisíaco en la cultura pagana. La Diosa Madre (Cibeles) se convirtió en un ser sexuado que usaba el sexo a través del sadomasoquismo. La Gran Madre Romana está preñada de historia.

La mujer poderosa que entra al mundo masculino, se convierte en la gran madre, la sustituta de la sacerdotiza. La Gran Madre fue el foco de nuevas ansiedades y anhelos espirituales. Cibeles era para los primeros Padres de la Iglesia la enemiga de Cristo, es un monstruo. Es la diosa que mueve a la naturaleza, la que la desata. La Gran Madre es la puta de Babilonia que después será la Iglesia con todos sus crímenes. Es, hasta que el cristianismo se consolida, que la imagen de la mujer redentora aparece como la Virgen.
El cristianismo no podia tolerar la integración pagana del sexo, la crueldad y la divinidad. Expulsó a la naturaleza a los reinos inferiors, donde se plagaría de brujas medievales. Lo demonico se convertiría en demoníaco, en una conspiración contra Dios. El amor, la ternura y la piedad pasarían a ser las nuevas virtudes, las suaves cualidades del mártir. La Roma tardía oscilaba entre la fatiga y la brutalidad. La flagelación y la castración en los cultos de la Gran Madre eran símbolos de sacrificio en honor a la naturaleza. En el Imperio, la castración y flagelación eran la forma de humillar al cuerpo en contra de su propia naturaleza.

Desterrada por el cristianismo la Diosa Madre desaparece durante mil años.
Aunque destruyó las formas externas del paganismo, el cristianismo nunca llegó a romper la esencia de las imágines, la lengua, la idea. El cristianismo tendría el mismo recelo del judaísmo y evitaría la utilización de la imagen pero, con el tiempo, la misma imagen se convertiría en su vehículo publicitario más exitoso.
Una especie de arte rupestre en las catacumbas romanas se va elevando hasta las cúpulas bizantinas donde copiaron la gestualidad icónica griega y el estilo apolíneo definido, contundente. Los santos cristianos son los mismos personajes paganos, heroes y guerreros, investidos de la divinidad.

El mundo grecoromano es un vestigio que no tardará en encontrarse en la forma, por las imagines, en la sublimación del mundo occidental en la Edad Media. Unas veces a través del estilo, otras a través de la expresión, siempre en la búsqueda.

Susan Crowley

Florenski Pavel; La perspectiva invertida, Ediciones Siruela, 2005, España.

Paglia Camille; Sexual Personae; Yale university, 1999.

S.T. Coleridge, Lectures and notes;T Ashe, Londres 1982.

Spengler; La decadencia de Occidente; Espasa.

Kenneth Clark; El desnudo, 53

Eurípides; Medea, Tragedias I. Madrid Cátedra. 1985

Notas extraídas de Wikipedia sobre Medea, La Eneida.

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